Hace ya algún tiempo escribí este texto que, al final, nunca publiqué en ningún medio de comunicación, hasta el día de hoy. Por aquél entonces, cuando recién lo escribí, yo estaba un poco (muy) obsesionada con ‘la danza del vientre’, y no tanto por la moda que hizo surgir a Shakira, contoneándose en los escenarios del mundo, sino porque yo venía de experimentar, en cuerpo y alma, la poderosísima fuerza de este baile milenario.
Fue en el 2005 que llegué a Alemania, casi arrastrándome y enfrentando (como dicen en España) una “depresión de caballo”, porque sucedió que alguien a quien yo amaba me había golpeado, no solamente el cuerpo, sino también, y sobre todo, el alma. Lo peor de todo fue que el golpe me lo habían asestado en un lugar álmico al que yo no sabía cómo llegar para, al menos, intentar sanarlo. Estaba, como dicen por ahí, derrotada por el amor y sin ningún aliento interno que me empujara a darle más pelea a la vida. Rota y apagada, lo único que deseaba era dormir, arrullada por un llanto autocompasivo que no paraba.
Fue entonces que llegué, casi arrastrándome, a casa de una de mis hermanas, y fue ella quien me llevó también, casi a rastras, a la clase de Belly Dance que una maravillosa profesora impartía en un pequeño pueblecito germano. Era Enero y yo estaba en el norte de Alemania, en donde, en ese momento, se vivía afuera un invierno casi tan gélido como esa frialdad de muerte que yo sentía que me quemaba todo por dentro.
Más por complacer a mi hermana (quien intentaba sacarme de aquél aturdimiento) que por propias ganas, asistí a una, a dos, a tres… a varias clases, que daban en un idioma que yo no entendía; y así, por pura inercia, seguí yendo a bailar una tarde sí y la otra también, porque aquello, por más que a mi tristeza le costara admitirlo, empezaba a gustarme.
Y así estaba yo: llorando por las mañanas, bailando por las tardes y volviendo a llorar en las noches, hasta que, una mañana que recuerdo perfecto, me levanté tempranito, ya sin llanto, y me fui derechito al aparato de música. Le di al play y, mirando de frente al maravilloso jardín de la casa, me puse a ensayar algunos pasos; me puse a bailar conmigo misma, solitas mi alma y yo, un alma todavía lastimada pero que, tal como me dijo mi hermana cuando entró sorprendida al salón donde yo danzaba, era un alma que daba avisos -por fin- de querer empezar a curarse.
Todo lo que sucedió (y sigue ocurriendo aún) con mi alma, después de asistir a aquellas clases de Belly Dance, ya es otro cuento, pero sí, por un rato largo me obsesioné con lo que lograban estos movimientos a un nivel que iba mucho más allá de lo físico. Por todo lo anterior, además de seguir bailando este baile capaz de encender (o reavivar) el fuego interno femenino, me puse a leer, a investigar, a entrevistar y seguir bailando; incluso, me atreví a dar mis primeros cursos, hasta que, finalmente, un día me puse a escribir este artículo que aquí comparto, porque en ese entonces, mientras experimentaba la renovación de mi alma, ahora fortalecida, tuve ganas (y no las he perdido nunca) de que otras mujeres descubrieran, a través de los movimientos de su cuerpo, el inmenso poder dador de vida que nos ha sido conferido.
El escritor español Pepe Rodríguez afirma que: “Dios nació mujer”; yo no lo sé de cierto, pero lo que sí sé es que, en cada mujer, hay una diosa, y siempre es posible hacerla nacer.