Por David Grinberg
La entrada estaba repleta de puestos que hacían cada vez más estrecho el pasillo. Además, los techos de plástico bajaban lentamente empujados por el peso de la lluvia que caía a cántaros, haciendo bailar a unos abultados globos de agua sobre nuestras cabezas.
Entre más nos acercábamos al acceso, la multitud crecía, llegando de otras decenas de pasillos y convergiendo en el nuestro, obligándonos a ir cada vez más lento.
Nuestro paso era ya de tortuga y el agua comenzaba a filtrarse por los lados de los improvisados techos.
El primer chapuzón cayó directamente sobre nuestros pies mojando desde los zapatos hasta el cinturón. El segundo tuvo un mejor tino directo a nuestras cabezas para terminar de bañarnos con un agua fría y pegajosa.
La fila seguía sin moverse, mientras que los vendedores ambulantes subían el volumen de sus aparatos y de sus gritos. Se escuchaba simultáneamente una cumbia, el audio de una película porno, un reggaetón, la oferta de dos chocolates por cinco pesos, la banda sonora de Rápido y Furioso y el llanto de una bebé de meses.
Así pasó media hora sin poder avanzar ni un solo paso, mi garganta comenzó a arder por un resfriado, comenzando sin remedio.
Entonces sucedió: sin entender cómo ni por qué, la multitud comenzó a caminar hacia atrás como una película corriendo al revés…
Continuará…
David Grinberg
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